Leopoldo Jacinto Luque fue vital en la conquista del primer Mundial para Argentina. Pero durante el transcurso del certamen tuvo que atravesar dolorosos momentos personales.
Por Marcelo Solari
Por razones archiconocidas, entre los grandes protagonistas de aquel primer título mundial para Argentina, en 1978, los primeros recuerdos remiten, siempre, al “Gran Capitán”, Daniel Passarella, en andas con la Copa; al “Matador” Mario Kempes gritando sus goles melena al viento; al inconmensurable “Pato” Ubaldo Fillol volando de palo a palo para efectuar atajadas imposibles. Actores principales que bien ganado tienen su lugar preponderante en la historia pero que al mismo tiempo -son las reglas del juego- opacaron a otros futbolistas del plantel igualmente importantes para aquella gran conquista.
El fútbol es un deporte de equipo en donde nadie puede salir campeón solo, sin los demás componentes del conjunto. Pues bien, a veces, la memoria suele ser selectiva y cometer ciertas pequeñas injusticias.
No porque no se lo recuerde como una pieza vital, pero sí porque no suele formar parte de esas primeras imágenes que acuden a los pensamientos cuando se evoca el ’78, acaso la más artera de esas pequeñas injusticias tenga que ver con Leopoldo Jacinto Luque.
El “Pulpo”, nacido en Santa Fe, se había hecho su fama en el inolvidable Unión del “Toto” Juan Carlos Lorenzo de la temporada 1975, notoriedad que le significó su llegada a River Plate. Jugaba en las filas del equipo de Núñez al momento del Mundial en Argentina.
Y era titular indiscutido para César Menotti en el once “albiceleste”. Dueño de una carrera exitosa, con apenas reflejar todo lo que le pasó en aquel Mundial, alcanza y sobre para escribir un libro.
Convirtió el primer gol de Argentina en esa Copa del Mundo (frente a Hungría). Y volvió a anotar otra vez -un golazo- para certificar la victoria ante Francia y la clasificación a la segunda fase. Hasta allí, el Mundial soñado para él.
Claro, las malas, llegaron todas juntas. Todavía en el partido frente a los franceses, una fuerte caída tras una infracción le provocó una luxación en el codo derecho. Con el brazo inmovilizado y anestesiado, tendría que haber salido de la cancha. Pero se negó. Argentina ya había agotado los dos cambios que se permitían en esos tiempos y no quería dejar al equipo con uno menos. Ese dolor físico insoportable que afrontó el santafesino fue nada comparado con el que sintió a la mañana siguiente. Dolor del alma, al enterarse de que, en viaje hacia Buenos Aires para verlo jugar, su hermano Oscar -de 25 años- había fallecido en un accidente en la ruta. La niebla se convirtió en una trampa mortal y así, para el Nueve que jugaba con la “14”, el Mundial perdió sentido.
Abandonó la concentración, se hizo cargo de todos los trámites de rigor para el funeral y se quedó en Santa Fe. Faltó al partido contra Italia y también contra Polonia, en la apertura de la segunda fase. Entonces, su propio padre le pidió, por la memoria de su hermano, que volviera al equipo.
Eso hizo. Volvió nada menos que contra Brasil, en un partido que prometía mucho y fue un verdadero fiasco. El cero a cero calificó a ambos, aunque todavía nos preguntamos cómo hizo Oscar Ortiz para perderse ese gol frente al arco brasileño. Eso sí, pese a que no jugó bien, Luque dio el presente. Y como “premio” se llevó un ojo en compota a raíz de un codazo artero de Oscar, un defensor central “verdeamarelo”. ¿Algo más le podía pasar?
Con la confusión de emociones a raudales a cuestas, Luque volvió a ser él mismo en ese vendaval que fue Argentina contra Perú para el 6-0 balsámico. Todavía con el ojo negro convirtió dos goles en la gélida noche rosarina que abrió las puertas a la final esperada.
Fue el héroe que más sufrió. Aún así, jugó un gran Mundial, en el cual convirtió cuatro goles, pese a que el destino no le permitió firmar en la red ninguna de las tres conquistas frente a Holanda que permitieron gritar: ¡campeones del mundo!